lunes, 14 de septiembre de 2009

La historia de Juan

Juan se levantaba temprano todas las mañanas para ir a trabajar.
Desayunaba mientras leía el diario, caminaba tres cuadras hasta la parada del colectivo en el cual viajaba una hora, y así podía llegar a su oficina.
Para matar el tiempo de viaje, con frecuencia recurría a uno de sus pasatiempos preferidos que consistía en estudiar a las personas, e inventarles una historia. Podía pasar cualquier cosa. Desde fantásticas metamorfosis, hasta uno de las más crudos asesinatos.
Cuando los pasajeros se hacían frecuentes, era como retomar una novela y continuar el capítulo donde lo había dejado.
Estaba la chica de pelo negro, que para él era una especie de espía que investigaba fenómenos paranormales; el hombre mayor de barba blanca, que venía de otro país y no tenía idea donde estaba parado, entre otros.
Los martes se los cruzaba a los dos. Había veces que Juan podía adivinar que aquella muchacha había hecho un gran hallazgo en los días previos, porque le agregaba a sus ojos un brillo especial.
Y al viejo, nunca le daba oportunidad de algo interesante. Porque así, se mantenía un razonable equilibrio, que le hacía más fácil continuar el juego.
Ya todos los pasajeros habituales tenían un rol asignado. Menos uno.
Era el linyera que siempre se cruzaba en la plaza, justo en frente de su oficina.
Desde que empezó a trabajar en aquel lugar el mendigo acaparó su atención. Pero por alguna extraña razón, nunca pudo asignarle un personaje.
“No puede jugar porque no está en el colectivo. No me da tiempo a crearle la historia” Se repetía Juan para sus adentros queriendo justificarse, sin saber bien por qué tenía que hacerlo.
Pero el tiempo no era motivo suficiente, y él lo sabía. Sabía que era al que más había estudiado.
Muchas fueron las veces que se encontró en ratos libres de trabajo, mirando por la ventana, buscándole una historia a aquel sujeto que por su condición, podía encuadrar perfectamente con argumentos de lo más alocados.
Pero era inútil. Por más que pensaba y pensaba, nunca lograba ubicarlo.

Siempre la misma rutina tenía el pobre hombre. Esperaba que la vida terminara de pasar sentado en aquel banco de la plaza, mientras veía a la gente ir y venir de un lado para el otro.
Nunca nadie le ponía atención. Sólo Juan, desde su ventana.
Se preguntaba si el mendigo sabía de su existencia. ¿Debería ir a hablarle? Seguro que tenía cientos de historias interesantes que contar. Su conocimiento de la ciudad debería ser absoluto. Desde su posición de observador pasivo seguro conocía las idas y vueltas de todos los que pasaban por allí. Miraba desde primera fila como espectador en una obra de teatro las improvisaciones cotidianas de aquellos que se transformaban en actores, casi por accidente.
Escribía.
Siempre con él su cuadernito azul al igual que la birome. Desde que Juan comenzó a trabajar en esa oficina, no hubo día en que los haya visto separados.
Ya conocía todas sus mañas a la hora de escribir. Primero miraba un rato los alrededores mientras jugaba con la lapicera entre los dedos y a veces contra el papel. Parecía buscar inspiración de algún lado.
Después con una mano en la barba pasaba las primeras líneas entrecerrando los ojos. Seguro necesitaba anteojos, y no tenía dinero para comprarlos. Pero no. Porque al rato se lo veía de lo más cómodo a la misma distancia de la hoja. Cosa inexplicable para Juan, quien de anteojos no entendía nada, pero se imaginaba casi por reflejo que los defectos en la visión siempre son iguales, o a lo sumo empeoran. No se corrigen por arte de magia.

Cuántos misterios encerraba ese hombre. Había que averiguar de algún modo que decía ese cuaderno. Y tenía que ser hoy mismo.
El muchacho podía salir antes del trabajo. Tenía una buena relación con su jefa inmediata y sabía que podía pedirle esa clase de favores sin comprometerla, porque también hoy era el día en que el gerente no estaba.

Hubo poco trabajo esa jornada, así que Juan aprovechó para seguir de cerca los movimientos del linyera esperando el menor descuido para arrebatarle el cuaderno.
Luego lo devolvería. Era sólo la curiosidad el motor de esta aventura casi adolescente.
Estuvo mirando largo rato y el mendigo nunca dejó de escribir.
Hasta que lo hizo. Y cuando lo hizo fue para levantar la cabeza con una aterradora exactitud que permitió posar su mirada en la de Juan, quien al darse cuenta, se alejó de la ventana con un brusco movimiento.
No podía dejar de mirar justo ahora. En esa milésima de segundo que duró el encuentro, sintió como se le erizaba la piel producto de la intensa conexión que pudo percibir. No paraban de surgir dudas en su cabeza. Ya se había convertido en prioridad. Tenía que leer el cuaderno.
No le importó si estaba allí el mendigo protegiéndolo, si iba a acceder al préstamo del material… como sea estaba decidido a obtenerlo.
Bajó muy rápido las escaleras, no podía esperar el ascensor. La adrenalina que le corría por el cuerpo en ese momento, ya era mucha y no lo dejaba esperar.
Llegó hasta la puerta, con la vista fija en la plaza, tratando de localizar a ese hombre tan misterioso para descubrir que ya no se encontraba en el mismo lugar.
Juan quedó confundido por un momento, dio vuelta en redondo y localizó al linyera que lo miraba fijo como esperando ser encontrado desde la esquina al otro lado de la calle para luego perderse entre la gente, sin dejar rastro.

Y ahí estaba. A sus pies el cuaderno, aunque sin birome. Hojas en blanco, hojas saturadas de ilegibles palabras, pero una marcada con un doblez en la parte superior.
No por nada llamó su atención. Al comenzar a leer descubrió la historia de su vida resumida en apenas dos carillas. Hasta explicaba con temible precisión el dolor en el brazo y la puntada en el corazón que sentía Juan en ese momento. La visión nublada que después se hizo blanca, la pérdida de conocimiento, y el fin.

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