sábado, 19 de septiembre de 2015

Pero la hamaca

Hoy volvía frustrada otra vez.
Entre lagrimones y lloriqueos en brotes repentinos, con la música en mis auriculares, me fundía con el entorno de una forma muy particular. Yo estaba, pero no estaba.
No quería mirar mucho a mi alrededor, no quería cruzar miradas con nadie, no quería que vean que estaba llorando.
Aunque me preguntaba cómo se debería ver desde afuera: una persona que camina a un ritmo normal por la vereda, que de repente tensa y estira los labios, frunce el ceño, y lagrimea mientras sigue caminando. ¿Alguien se habría percatado?
No me importa, yo estaba triste en ese limbo del qué me importa algo, qué es esto que soy yo, y demás.
Todo, nada. No sé, pero me hacía llorar.
Entonces emprendía la vuelta hasta mi casa, por esas veredas que a veces me gusta transitar, atendiendo a mi pena, encerrada en un mundo que construía para mí, y me acordé de la hamaca.
Nada hay como estar en estado de crisis y redireccionarse hacia tus zonas de confort.
La hamaca. Una de las mías es la hamaca.
Pocas cosas me gustan tanto o tengo tan en claro que me encantan como hamacarme.
Por tanto cambié levemente el recorrido habitual: me desvié una cuadra hacia la izquierda, para llegar antes que a mi casa, a una placita que efectivamente, tiene hamacas.
Son feas, porque ahora no sé si por más baratas o diseño urbano, se usan esas que son de goma, que forman una U, y al sentarme me tuercen las piernas para adentro. Como que no entro. ¿Quieren escatimar las hamacas nada más que para la primera infancia? Seguro que de estar ocupadas van a tener prioridad los más chicos, pero por favor, no discriminemos. ¡Con las que son una tabla de madera ganamos todxs!
Pero bueno, nunca dejo que ese pequeño percance me represente una limitación. Así que llegué y fui derecho a hamacarme.
Con la mochila puesta y la música también empecé mis primeros enviones.
Qué lindo, qué lindo se sentía. Y lloraba, y sentía el viento en la cara, en el pelo, me recostaba para atrás y me hamacaba a 180 grados. Totalmente horizontal.
Eso es lo más lindo. Te da cosquillas en la panza, y si cerrás los ojos aún mejor.
Para alcanzar el clímax tiraba la cabeza también, totalmente para atrás y ahí abría los ojos y el mundo se veía al revés, y qué hermoso. Qué extraño, todo se ve diferente, y está buenísimo.
Entonces me volvía a la posición original, pero ahora sacando el pecho entre mis brazos que sujetaban las cadenas y tomaba aire. Ese que me volaba el pelo y parecía llevarse el sol, que para esas horas de la tarde entibiaba lo justo y alumbraba lo necesario.
Todo esto con música. Lo único que percibían mis oídos para ese entonces era el sonido de la canción. Nunca me había hamacado escuchando música. Me encantó. Como andar en bici, pero sin tener que prestarle atención a nada. Sólo a estar viva.
Entonces me sentí la más bonita. No quería estar en otro lado que ahí.
Con mi angustia, mi desazón, todo eso era yo. Y me ayudó a estar un poco más cerca de responder la pregunta que quizá desencadenó todo eso.  Esa pregunta tan tensa y encadenada con tantas cosas,  como las cadenas que sostienen la hamaca. Que son la hamaca, y que cada tanto te dejan salir volando.