miércoles, 15 de diciembre de 2010

La brisa que entraba por la ventana acariciaba sus cuerpos desnudos.
Silvina, sentada en la cama, y sus ojos clavados en un punto, que no me atrevo a decir fijo. Un punto, pero en otro lado. Era evidente que no estaba mirando el piso de la habitación.
Ese aire que entraba, materializaba el silencio que inundaba la pieza; pero no los ahogaba.
Al contrario. Era ese aire de espacio, de respiración.

-¿Y si me matás? En definitiva voy a morir algún día. Hasta quizás mañana mismo, y atropellada por un colectivo. Un colectivo que lleva gente a trabajar, Carlos. ¿Te gustaría que me muera así?
-No me gustaría que te mueras de ningún modo, Silvina. No me gustaría que este momento se muera. Y lo peor, es que lo vamos a matar nosotros.
-No. Lo vamos a dejar morir. Es todo.
-Vos sos todos.
Y ahora los besos que trepaban por el brazo, para dejar caer los cuerpos en un abrazo, en la comunión de sus almas.
Se extrañaban. Se necesitaban. Y lo mejor de todo, es que ahí estaban.
No uno y el otro, los dos y el momento. El momento que se rompió con el reloj despertador que además de ruido, trajo realidad: tantear la cama y que esté fría.

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