miércoles, 12 de agosto de 2015

Tren

Cuando me bajé del tren le sonreí.
Lo busqué desde el andén en la que antes había sido mi ventanilla y descubrí que me estaba mirando también, ahí nomás le sonreí.
Es que hasta entonces no habíamos cruzado miradas. Porque él viajó todo el tiempo dormido, y yo más o menos que también. Sólo para darle el gusto, digamos. Quería estar en la misma que él, acercarme de alguna manera.
Pero dormitaba. No me dormí nunca profundo porque quería estar, disfrutarlo, descubrirlo, imaginármelo.
Y dormíamos como una pareja. El chico y la chica que anduvieron por algún lugar, y ahora están volviendo.
Nos imaginé de varías formas. Algunas violentas que me dio miedo, otras con un abrazo fraternal, o mimitos de compañía. Pero en el medio, en la realidad terrenal, lo cuidaba dormir, o me hacía la que yo también dormía.
Se desparramaba por el asiento, y yo me corría: no lo quería molestar. Lo dejaba que usurpe más de la cuenta, y hasta dejé que me toque. Me tocaba con el dorso de medio dedo meñique el muslo, y a mí me gustó. Lo dejé hacerlo imaginando que lo hacía a propósito, que yo le gustaba y el chico y la chica en una suerte de intimidad entre ellos.
Lo dejaba y me imaginaba.
Pero él estaba totalmente dormido, y una ventana abierta del vagón que dejaba correr el aire que era un poco parecido a un viento, me hizo saber que tenía aliento a vino, así que probablemente resaca, por lo que un sueño profundo como pocas veces en un asiento de tren.
Pero si yo me movía un poco, él se acomodaba. Y sacaba la mano, que al ratito se le volvía a caer, pero siempre hasta la mitad del dedo chiquito.
A veces quería que siga un poco más, a ver si realmente le gustaba. Pero me daba miedo pensarlo más fuerte: mirá si se despertaba posta y yo ya no la quería seguir y él con toda su calle, el olor a vino, el tatuaje de cadenas en casi toda la mano tomaba por completo el dominio de la situación. No.
Entonces ya íbamos por Caseros, la última estación antes que me baje, y yo rogaba que siga durmiendo, así para pasar lo tenía que despertar y me aseguraba un contacto certero. Mi amor, todavía no le había visto la cara. Es que tenía una gorra con visera y la usaba mas abajo para que le tapara los ojos y así poder dormir sin irrupciones.
El tren atravesaba el último tramo para llegar a Palomar, tenía que bajar. Despertarlo.
Me puse de pie, decepcionada, pensando que ante ese mero movimiento se iba a despertar y correrse como hacen todos, para dejarme salir.
Pero no, seguía durmiendo.
Cielo, te voy a tener que despertar, pensé con ternura y mucho amor.
Entonces le toqué el hombro mientras decía permiso. Nada.
Uy, lo voy a tener que zamarrear un poquito mas fuerte: perdoná, lindo.
Y de  nuevo.
Permiso. (Inclinándome un poco más como para amortiguar el zamarreo, o no sé.)
Ahí sí. Se despertó sobresaltado e inmediatamente corrió las piernas para dejarme pasar, mientras levantaba la cabeza hasta tirarla para atrás para poder ver debajo de su visera.
Gracias, le dije en el tono más amable que pude conseguir.
A todo esto yo escuchaba música así que no sé si me contestó. Pero de refilón pude ver como miraba desencajado por la ventanilla buscando un punto de referencia que le haga saber dónde estaba.
Entonces el tren llegó a mi estación y tuve que bajar.
Ahora los andenes están elevados, por lo que hay que buscar la escalerita para salir.
Y había escalerita a mi izquierda y otra a mi derecha. Pero tomar la de la izquierda significaba volver sobre mis pasos (pero ahora en el andén) y pasar por al lado de antes mi, ahora su asiento.  Por lo que no dudé un segundo y caminé hacia la izquierda.
Lo miré,  y tenía unos ojos hermosos turquesas que me estaban mirando. Y le sonreí.



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