El frío de la conversación era catártico. Y las uñas sobre la mesa, más.
Pero no tanto como el golpeteo compulsivo del pie contra la pata de la silla. Un metrónomo espontáneo que funcionaba a ansiedad.
Y lo peor era que no tenía nada más para decirle que no se hubiera dicho antes.
Que no se hubiera dicho antes a ella misma.
Pero la mirada la tenía que mantener, el tono.
Solamente tenía orgullo.
Y por eso se calzaba el disfraz de reptil.
Para poder hablar impune desde la punta de una rama que nada tiene que ver con sus uñas, la mesa, o la pata de esa silla.
martes, 27 de septiembre de 2011
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